EXPROPIACION, RECUPERACION, DEFLAGRACION.
Justo Pastor Mellado.
Septiembre 2006.
La calle Club Hipico está vinculada en el imaginario de la ciudad a apuestas y a la crianza de caballos de carrera, el deporte de los reyes. Ya al final de su trazado, de reyes, nada. Más bien, imaginario fabril relativo a la sociedad antigua; o sea, de antes que la palabra expropiación se instalara en nuestro léxico. Lo cual introduce el valor traumático de otra palabra que designa su consecuencia; la palabra recuperación.
Jorge Cerezo vivió siempre en el barrio. Allí estudió, jugó las primeras pichangas, tuvo sus primeros amores, integró por vez primera las filas de la infracción política. La palabra expropiación perteneció a la cuenca de la infancia, mientras que la recuperación le señaló el lugar del enemigo fundamental.
Entonces, vino la fase de la deflagración de la memoria social, como su rápida y perentoria puesta en ruina. El regreso al barrio estaría amenazado or el efecto espectral de otras ruinas cercanas: la estructura inacabada del hospital del trabajador y la abandonada depresión del denominable parque Andrés Jarlan. O sea, no ya configuraciones espaciales arruinadas, sino ruinas anticipatorias de una modernidad contracturada.
Admitamos que la ciudad es no solo un espacio práctico, sino un terreno de prácticas; práctica de arte, se entiende. A juico de Paul Ardenne –(Un art contextuel, Flammarion, Paris, 2002)- la ciudad es espacio público por definición; es decir, elemento motor del imaginario contemporáneo que se levanta como un palimpsesto mental que conjuga el orden y el caos, la organización y la entropía. De este modo, en este marco, las prácticas de arte han dejado de representar la ciudad, de ilustrarla, para inscribir al artista como un sujeto encarnado que vive la ciudad en el presente de su productividad. Y como tal, desarrolla unas aptitudes metodológicas en la noción de marcha, iniciando recorridos que forjan el espacio de un modo físico-mental.
LA inversión física de un espacio concreto aparece aquí como soporte de un tipo de experiencia que desplaza el “lugar” del arte, acarreando consigo el propio cuerpo del artista, de regreso al barrio como espacio articulador de otras experiencias de intercambio que valorizan el procedimiento. En este arte de la marcha, de la marcación programática, hay una distinción respecto de la figura del flanneur. Aparece un universo en que el desplazamiento se afirma como una herramienta de traslación social. Es aquí que se produce la ficción como invención del cotidiano, tal como Michel de Certeau lo plantea en su obra homónima, en términos de reconocer la marcha como una práctica ordinaria que ofrece posibilidades insospechadas para el descubrimiento sensorial del locus. Lo que equivale a “escribir el texto” de la ciudad de manera análoga a cómo se traza una línea en una hoja de papel, viviendo la ficción de abrir un surco sobre una superficie virgen.
Sin embargo no existe, en la marcha, un espacio en blanco. Toda trama urbana está sobrecargada de memoria compleja y estratificada que resiste a los actos de posesión ingenua. Jorge Cerezo recorre el barrio de su infancia como un rito de recuperación de las pérdidas de un colectivo que allí ha dejado su firma. Sin embargo, ya nadie la lee. Nadie la reconoce. Ha sido sepultada bajo múltiples capas de sedimentación acelerada. De este modo, su marcha se verifica como inscripción física de los rudimentos de su mirada social.
Caminando por calle Club Hípico su mirada enfrenta las ruinas de un emblema laboral. Al intentar cruzar la calle descubre un afiche oficial que señala el nuevo destino de unos terrenos. Es decir, afiche tolerado por la ley, promovido a título de firma, a una condición de “arte oficial”. Lo que está en juego, aquí, es la noción de emblema. De “signatura”. De marca estatal. Para la reticulación del espacio re-a-signado a la Nueva Justicia.
Jorge Cerezo, desde la vereda de (en)frente puede enfocar la lectura sobre un cartel que señala el “montaje” de una edificación de doble propósito. El espacio está dividido en dos. En la sección izquierda se lee: Establecimiento Penitenciario Santiago 1. Luego, dos líneas, para indicar el comienzo de la construcción y el inicio de la explotación. Al final, la firma: una obra del grupo Vinci.
El cartel se transforma en un acelerador de asociaciones de marcha. La palabra “establecimiento” marca su densidad en el conjunto. Y luego: el destino penitenciario. Para un veterano militante de la causa popular, la sigla MOP se lee como un eufemismo: Movimiento Obrero y Popular. En los textos de la clandestinidad, la sigla MOP señalaba la abreviación de lo que ya era perseguido y en razón de lo cual se podía hacer “penitencia”.
El desplazamiento de la sigla repone la noción de Obra Pública, para cuyo establecimiento como tal, debe tener sanción ministerial. Es decir, la Obra Pública de la Justicia. Mejor dicho, como Jorge Cerezo lo lee, la Justicia como Obra Pública. Y de ese modo reconocer en el enunciado gráfico de ese cartel, la imposibilidad de soportar el corte maniqueo del espacio, que lo hace permanecer (en)frente, para poder tomar distancia y poder leer la sección derecha del cartel, que a su vez, está divida en dos sub-secciones; una, superior, para reproducir la maqueta de lo que se ha de construir; otra, inferior, para sostener la frase que sostiene el proyecto ilustrado arriba: La Nueva Justicia Avanza.
Lo que le produce una risa incontenible es que el texto recién mencionado está escrito a la misma altura que la última frase de la sección de la izquierda, señalando el nombre de la firma (empresa) que construye el complejo. ¡Es una obra de grupo Vinci! Claro: veni, vidi, vinci. Lo penitenciario se establece como conquista de un “foráneo”. Es aquí que la memoria política de Jorge Cerezo opera como plataforma de resistencia, al articular los modos de presencia edificatoria de dos establecimientos que se enfrentan. Digo: un establecimiento como “maqueta”; es decir, como representación reducida de su destino proyectado como obra social. Y otro establecimiento como memoria terminal de un modo de conciencia obrera: vale decir, Yarur / Machasa, para remitir a dos temporalidades, expropiación / recuperación.
Entonces, Jorge Cerezo concibe una acción destinada a (re)marcar los destinos institucionales, que consiste en ocupar la calle durante un par de horas, de modo ilícito, abriendo la posibilidad de una subversión momentánea, desprovista de toda heroicidad.
Paul Ardenne, al analizar una acción de Daniel Buren, a propósito de su participación no autorizada en la exposición organizada por Harald Szeeman, Quand les attitudes deviennent forme (1969), precisa el carácter del arte in situ como aquel que está concebido en función del lugar de acogida, en situación conversacional entre el sitio y la obra. La obra transforma el lugar al tiempo que el lugar transforma la obra. De este modo, más que una subversión, lo que se propone es simplemente una discordancia, una ruptura de la continuidad, que asume la forma de un atentado. Se trata de una actitud discordante que se convierte en forma, en procedimiento de trabajo transitorio.
La transitoriedad de la actitud está referida a la articulación de los dos establecimientos percibidos por Jorge Cerezo en su marcha por el barrio: un lugar desafectado (la ruina fabril) y un lugar por afectar (establecimiento penitenciario). Es el momento que, en la propia escena de arte instala la diferencia entre las palabras francesas lieu y site. El lieu como locación, como lieu-commun y como lieu-dit, asignando un carácter a una delimitación urbana definida por una función, mientras que site se refiere a una “puesta en situación” excepcional, bajo condiciones determinadas.
YA se conoce el destino en la escena del uso de la noción de “no lugar”, forjada por Marc Augé. Sin embargo, su traducción literal como non-lieu me remite a una situación jurídica que se traduce como “no a lugar”. No como un no-lugar. Y en el caso de Jorge Cerezo, el “no a lugar” define la inconsistencia de un ajuste a derecho. Ya no es posible reponer recurso alguno que redefina la condición de una locación ruinificada. Lo único que queda, probablemente, es producir una señalética de la infracción, porque el destino está sellado: veni, vidi, vinci. El “cesarismo” del Estado Concertacionista, no ya un “gobierno”, sino una infraestructura constitucional en la que las actitudes políticas devienen formas de reproducción de la vigilancia.
La acción de Jorge Cerezo tiene lugar en una situación de encubrimiento. La ruina fabril es remitida al olvido regulado, mediante la construcción de una maqueta de referencia, bajo cuya designación como “programa de gobierno” Jorge Cerezo (re)asigna un valor de uso a la palabra Farsa, escrita en neón de color rojo. La maqueta de una edificación establecida como farsa, remitida a la memoria de una edificación textual previa donde se forja la función atractora de la palabra Tragedia.
Ya lo sabemos: en algún lugar, Hegel escribe que la historia se reproduce, digamos, dos veces. Empleo la palabra reproducción, en un sentido tipográfico, en vez de la palabra repetición, que es como siempre se ha leído en castellano este texto. En algún momento, leí un comentario de Paul Laurent Assoun, en un libro cuyo título olvidé. Es allí que habilitaba el texto con la palabra reproducción, y agregaba, “en sentido tipográfico”. Lo cual significaba leer ese comienzo de El 18 Brumario de Luis Bonaparte como si la historia, según Hegel, se estampara en la conciencia de los hombres. Pero habría olvidado precisar que se trataba de una doble impresión la primera, como tragedia, la segunda, como farsa. Lo cual, en el texto social de Jorge Cerezo, la reproducción de la ciudad, o más bien, la reproducción de su barrio de infancia, se verifica dos veces; la primera, como la Tragedia Fabril; la segunda, como Farsa de Justicia. Eso era todo. Pero había que subrayarlo; o mejor, dicho, “poner por escrito” ambas palabras para señalar una situación de deflagración.